Fue un día lluvioso, aquel. Incontables almas se resguardaban bajo sombrillas, periódicos y capas mientras el féretro era llevado hasta la carroza para su paseo final. Fue entonces cuando la voz de Lucecita Benítez irrumpió en el aire para cantar los versos de la patria a la que Raúl Juliá amó con todo su ser durante su vida.
“La tierra de Borinquen, donde he nacido yo…”. Son pocas las fuentes de información sobre lo que pasó en ese día, pero no es difícil imaginar lágrimas brotando de los cientos de pares de ojos que presenciaron el momento.
La procesión salió del Viejo San Juan y tuvo como primera parada el Colegio San Ignacio de Loyola, en Río Piedras. Entre los recuerdos de ese día se menciona que mientras la caravana cruzaba por las calles, personas salían de sus casas y trabajos con flores a la mano y carteles profesando amor por un hombre que fue mucho más que un actor. Se cuenta, además, que más de mil personas llegaron hasta la iglesia, ubicada a pasos de la escuela, donde el padre Juan Santiago, entonces director, pidió que se despidiera a Juliá de manera que honrara su trabajo actoral.
“Digámosle adiós a Raulito con aplausos, como lo haríamos en el teatro”, dijo el religioso. Su llamado fue correspondido por una ovación de más de dos minutos.
“Él sabía que yo lo quería, que lo adoraba”
A 30 años de la muerte de su hermano, María Eugenia revive los recuerdos más preciados que tuvieron. Una distancia de 15 años los separa, tiempo que, en efectos prácticos, se trata de una vida. Pese a ello, los detalles de lo que sí vivió permanecen muy frescos en su mente. Los momentos van y vienen, un tanto desordenados, pero están ahí.
“Éramos cuatro hermanos, vivíamos en una casa grande en el Condado, en la calle Santiago Iglesias. Raúl fue el primer nieto por ambos lados, por la familia Juliá y por la familia Arcelay. O sea, que siempre fue como un príncipe, y él lo sabía. Y él me decía: 'Yo soy el preferido, lo siento'. Él fue el primero de todo”, recuerda.
Era solo una niña, así que las anécdotas sobre los tiempos de su hermano en el Colegio San Ignacio le vienen de segunda mano. Lo mismo con algunas partes un poco más duras de la historia, como la muerte de su otro hermano, Rafa, en un accidente de carro cuando tenía solo 16 años. Le cuentan que fue un golpe durísimo para Raúl, quien para ese entonces estudiaba en la Universidad de Fordham, en Nueva York.
Más que cosas que se hayan dicho durante ese periodo de tiempo, su memoria se remonta a las cosas peculiares que hacía Raúl durante su tiempo en la casa.
“Me acuerdo que siempre cantaba en casa”, dice. “Yo era chiquita y, si uno quería ver la televisión, él no te dejaba porque estaba cantando. Siempre cantaba, siempre estaba cantando en su cuarto cuando estaba en Puerto Rico”, explica con una risa.
“Todo el mundo lo quería. No es porque fuera mi hermano, pero era guapo. Todas las muchachas, cuando veníamos del colegio en la guagua, se tiraban por la ventana, para verlo. Era un muchacho completamente normal, buenísima persona. Yo siempre lo dije, desde que murió: era mejor persona que actor, y actor era bueno”, rememora.
A pesar de estas viñetas de la niñez, su relación de hermanos nació, más bien, en la adultez. Ya en esta etapa de sus vidas, María Eugenia, su otra hermana, Olga, y el propio Raúl forjaban sus vidas fuera de Puerto Rico, aunque se mantenían muy conectados a sus raíces
“Yo realmente lo conozco cuando ya yo vivo en España, estoy en la universidad, pero él viajaba mucho. Siempre paraba en Madrid, con Merel, mi cuñada”, cuenta.
Los días finales de su hermano María Eugenia también los conserva muy frescos en la memoria.
“Él escogió no decir a nadie que tenía cáncer. Se dijeron barbaridades de él. Él escogió eso, también escogió no tratarse. Duró lo que él quiso durar. Durante sus últimos días, nunca lo vi quejándose. En México se puso enfermo y me lo trajeron, y yo lo tuve en el hospital. Yo te diría que lo recuerdo muy delgado. Una cosa impresionante. No era él, pero, de todas maneras, se quedaba tranquilo. Él sabía, más o menos, llevaba tres años preparándose. Nunca pensó que iba a venir tan pronto la muerte”, destaca. La muerte llegó mientras estaba en un hospital en Nueva York el 24 de octubre de 1994. Tenía 54 años.
A pesar de la larga trayectoria de trabajo de su hermano, quizás por la familiaridad, María Eugenia dice que ni ella ni su hermana realmente tenían una idea muy clara de la fama de Raúl. Para ellas, era su hermano mayor el que se había ido a Estados Unidos a hacer una carrera. Pero para el resto del mundo, Raúl era una estrella. Y la magnitud de su figura se les hizo muy clara al momento de su muerte, cuando miles de personas le rendían tributo. En eso, quizás, la familia halló un consuelo inesperado.
—¿Tiene usted algo que le gustaría decirle a su hermano, que no haya podido decirle en vida?
“Quizás que se fue muy rápido. Pero yo lo cojo allá arriba. Más allá de eso, él sabía que yo lo quería, que lo adoraba, y sabía que podía contar conmigo en cualquier momento”.
Una vibra y talento único
Conectado a una llamada virtual desde algún rincón de Irlanda, donde actualmente filma la segunda temporada de la serie en la que interpreta al patriarca de la extraña y amada familia Addams, —rol popularizado anteriormente por el propio Juliá— Luis Guzmán reflexiona sobre la vida del hombre que, de cierto modo, abrió el camino para que otros actores como él también alcanzaran el éxito.
“Yo llegué a conocer a Raúl un poco llegando al fin de su vida, cuando ya estaba enfermito. Me tocó la oportunidad de hablar con él porque trabajaba en una película, ‘The Burning Season’. Lo llegué a conocer en el mismo estreno. El amor que tenía Raúl, su vibra, eso me tocó bastante. Raúl era diferente, él era de un tipo de actor que cualquier rol que tocaba, lo hacía bastante especial. Yo siempre sabía que él era buena gente, una persona y un actor talentoso. Yo lo observaba a él en la película, y dije: ‘Guau, eso fue un trabajo sincero’. En ese momento que me tocó la oportunidad de conversar con él, el hombre me dio un abrazo y un abrazo fuerte. Y nunca me olvidó de ese momento”, dice, luego pausa.
“Lo más importante es que un actor, un músico, un poeta, un escritor nunca se olvide de dónde viene y que tiene que dar para atrás a la próxima generación”, explica.
Quizás nadie lo hizo mejor que Raúl Juliá.
La tarea pendiente
Cuando la cámara de la computadora se encendió para conversar con el veterano actor Edward James Olmos, lo primero que saltó a la vista fue que, en una pared del salón de su residencia en Los Ángeles, colgaba una foto de tamaño considerable de Raúl Juliá. Un tono pausado y reflexivo se apoderó de su voz al rememorar a su colega boricua.
“Every single día de mi vida lo veo y hablo con él; lo veo como una terapia. Han sido 30 años difíciles. Un ser humano extraordinario, con un gran sentido de compromiso con el arte y la humanidad. Para mí, hay solo dos o tres actores que poseen el mismo nivel de talento de Raúl Juliá, sobre todo, al interpretar los clásicos: José Ferrer, Anthony Quinn y Rita Moreno. Raúl tuvo la habilidad de trascender de una manera bien orgánica. Era capaz de acercar al público a los personajes más complejos o distantes de nuestra cotidianidad o de nuestro tiempo. Desde Shakespeare a ‘The Addams Family’ era tan grande. El artista más completo que he visto. Cuando él comenzó a hacer Shakespeare en acento puertorriqueño, se metió en nuestros corazones; comprendimos la universalidad del texto”, dice el actor de ascendencia mexicana.
Cuando actuaron en la película “The Burning Season” ya eran amigos, junto al cineasta Marcos Zurinaga. El trío se reunía con frecuencia a comer y a darle forma a varios proyectos. Por eso, aunque conocían de su estado de salud, su deceso resultó un golpe muy duro que dio paso a una amalgama de sentimientos.
“Estaba muy triste, pero a la vez tenía coraje porque sentía que nos dejó muy temprano; queríamos hacer tantas cosas juntos, tantos planes”, destaca. Entre esos planes estaba viajar a Puerto Rico.
“Habíamos hablado de que yo iría a conocer Puerto Rico con él. Pero el trabajo, los compromisos de cada uno lo impidieron. Entonces, la primera vez que visité la isla fue para acompañarlo. Viajé en el mismo vuelo en el que iba su féretro y bajé hasta la pista para estar cuando lo bajaran y lo transportaran. Luego ver las demostraciones de amor del público, de sus amigos y familiares. Es algo que nunca olvidaré”, narra Olmos con evidente nostalgia.
“Él poseía el don para comunicar la esencia del ser humano en sus personajes y a la vez tenía una preocupación genuina y personal con la humanidad, con combatir el hambre a nivel mundial. Era ese sentido de dar más de lo que recibes. Era muy noble con la gente. Hablaba con todo el mundo en la calle, donde lo detuvieran. Él entendía lo que significaba, lo que representaba para la gente que se acercaba a saludarlo. Él me enseñó muchas cosas”, puntualiza.
Un actor de palabras mayores
Daniel Lugo recuerda muy bien sus días trabajando en la icónica película “La gran fiesta”, película netamente puertorriqueña en la que Raúl Juliá actuó. Aunque sus personajes no interactúan, Daniel recuerda ese día como si se tratara de un evento. Se trataba, después de todo, de una leyenda.
La película viajó por distintas partes, pero fue en Nueva York donde ambos actores tuvieron, verdaderamente, la oportunidad de conversar.
“Raúl era un tipo especial, como actor, realmente con una capacidad muy grande y, además, un ser humano muy especial también”, recuerda Lugo, quien, a sus casi 80 años, contempla su retiro de las tablas.
“Cuando 'La gran fiesta' se estrenó en Nueva York, ya la había visto varias veces, ya Raúl la había visto varias veces. Arrancó la película y se me acercó y me dijo: ‘¿Tú la quieres ver otra vez? Vamos a tomarnos un trago'. Y nos fuimos los dos a una barra que había cercana a conversar. Fue la primera vez que de verdad tuve una conversación con Raúl. Fue tan cálido, que yo me sentí honrado”. Ese mismo día, Raúl lo introdujo a su propio agente, quien, a su vez, le consiguió a Daniel su primer rol en el mercado norteamericano, un pequeño papel en la popular serie “Miami Vice”.
Y es que había algo más en Raúl que lo motivaba, siempre, a ayudar a otros. Más que simple solidaridad, existía en él un sentido de responsabilidad por traer a otros hasta el mismo lugar que él había alcanzado.
“Él nos representó como el más alto, el más grande, él fue el más grande en su época en el teatro norteamericano de Broadway, haciendo Shakespeare, que se dice muy fácil, pero para los que saben, estoy hablando de palabras mayores”, destaca.
Palabras mayores, como esas que el hechicero Próspero dirige a su hija y su yerno a inicios del cuarto acto de “La tempestad”: “Somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir”.
Raúl, quizás, siempre lo supo así.
Los caminos que no se cerrarán
Cordelia González recuerda con cariño una de sus primeras interacciones con Raúl Juliá. Era todavía una estudiante y el actor estaría ofreciendo un tipo de clase maestra a estudiantes de drama. Cordelia sabía que era un evento que no podía perderse.
Anotó la fecha y la hora con cuidado y esperó el día con paciencia. Pero la vida le alteró los planes. Ese tiempo coincidió con el cambio a horario de verano en Estados Unidos, en el que el país se adelanta por una hora para hacer mayor provecho del periodo de tiempo de luz. No fue hasta que una amiga le alertó, que Cordelia se dio cuenta de su error y se movió lo más rápido que pudo para poder llegar hasta la clase.
“Salí corriendo y llegué al salón donde estaban todos reunidos y abro la puerta. Ya había empezado la clase y Raúl se vira, me dice: '¡Cordelia!'; y yo le digo: '¡Raúl!', y todo el mundo se echó a reír porque fue como ese reconocimiento de boricua a boricua”, cuenta, riendo.
Algunos años después, ya en el ámbito profesional, la noticia de la muerte de Raúl la alcanzó en un camerino.
“Yo estaba en Arena Stage en Washington D.C., haciendo ‘La odisea’, de Derek Walcott, que es un canto a lo caribeño, porque él toma ‘La odisea’ y la pone en las islas del Caribe. Recuerdo que el día que falleció Raúl, la primera persona que vino donde mí fue Walcott a preguntarme cómo estaba y a hablar, porque él conocía a Raúl, y a hablar de Raúl”, recuerda.
Luego de la obra, como inspirada por alguna fuerza divina, se vio motivada a escribir una carta breve al periódico para conmemorar a su colega. Todavía la conserva. “Yo salí y escribí esta notita y la envié a El Nuevo Día, que la tituló 'Forjador de sueños', en la que yo digo: (...) Los caminos que abrió Raúl para todos nosotros jamás se cerrarán. Su talento, generosidad, su vida entera, seguirán inspirando a generaciones de actores porvenir. Ahora tengo que entrar a escena otra vez, como lo hizo tantas veces Raúl, y como lo seguirá haciendo a través de todos nosotros. Ecos de su gran talento y pasión seguirán sintiéndose por siempre en todos los escenarios del mundo”.
Esas palabras, escritas hace 30 años, se transformaron en algo así como una profecía.
Rubén Berríos, hermanos de vida
Tres décadas han pasado desde el día en que el mundo se despidió de Raúl Juliá, pero el Colegio San Ignacio de Loyola permanece más o menos igual, al menos en espíritu. Fue en sus pasillos y salones donde Raúl se formó como persona durante sus años de adolescencia, junto a un pequeño grupo de compañeros, y donde forjó amistades que duraron toda su vida.
Durante los meses de verano, la escuela se siente extrañamente silenciosa. Los estudiantes y maestros disfrutan de sus vacaciones y el tiempo se aprovecha al máximo para atender arreglos y mejoras a la planta física. Un plantel vacío puede sonar como un lugar aburridísimo, pero cuando la vida que conoces, de cierto modo, inició entre sus paredes, regresar debe parecer una oportunidad como pocas.
Es quizás por eso que, apenas iniciando las horas de la tarde, Rubén Berríos se pasea por la escuela, con ilusión en los ojos. A sus 85 años, quien fuera el líder máximo del movimiento independentista de la isla por décadas, mantiene un nivel de energía impresionante. Y mientras visita los espacios en los que vivió una parte crucial de su juventud, pareciera como si, en lugar de un hombre en el ocaso de su vida, caminara un niño.
“Mi relación con mi hermano y compañero Raúl nace desde que estuvimos juntos aquí en el Colegio San Ignacio”, comienza a relatar, sentado en uno de los grandes pasillos de la escuela, junto a una pequeña escultura de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos.
“Después de graduarnos, obviamente, discípulos de los jesuitas, solicitamos a las universidades de jesuitas de Estados Unidos, que era lo que hacían en aquel entonces, aquellos padres que podían mandar a estudiar afuera. Y él se fue a la Universidad de Fordham y yo me fui a la Universidad de Georgetown. Pero yo te diría que una vez cada dos semanas, él iba a Washington o yo iba a Nueva York. O sea, que nos estuvimos viendo todo el tiempo durante esos cuatro años de colegio en Estados Unidos. Cuando veníamos a Puerto Rico, ni hablar, desde entonces, es parte de mi hermandad y mi confraternidad con Raulito”, dijo.
—¿Cómo usted recuerda a ese Raúl adolescente?
“Siempre fue el mismo. Yo creo que eso le venía a Raúl de familia. El papá de Raúl era un tipo que se pasaba bromeando. Y la mamá era una artista por naturaleza. Aquí lo que yo recuerdo con Raúl son risas y chistes. Pero también cuando salíamos de aquí (la escuela), pues yo iba a comer a su casa o él iba a comer a casa mía, y los fines (de semana) estábamos juntos y salíamos con el mismo grupo. Éramos como hermanos y lo fuimos toda la vida. Raúl no es una casualidad. Es parte de su momento histórico aquí en San Ignacio, en Puerto Rico y en el mundo”.
Según Berríos, la espiritualidad ignaciana estaba muy engranada en la forma de Raúl ver su mundo. Era un trabajador incansable y amaba ayudar a otros sabiendo que no podía asumir una actitud pasiva en la vida.
“Reza como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti”, dijo alguna vez el propio san Ignacio.
Berríos estuvo ahí, junto a la familia Juliá, en los momentos finales. Durante esos días, algunas de las estrellas más grandes de Hollywood pasaban por el hospital a ver a su amigo. Hasta ese punto en su vida, doña Olga Arcelay nunca había tenido muy claro cuán famoso era, realmente, su hijo. Un día, la madre llegó hasta el hospital donde estaba Raúl, como si acabara de tener una epifanía.
“Y en eso doña Olga, que había estado afuera, entró y me abrazó. Y lo único que dijo doña Olga al ver a Raúl fue: '¡Eres una estrella!'”, relata Rubén, y se le quiebra un poco la voz.
—Rubén, si usted tuviera la oportunidad de decirle una última cosa a Raúl, ¿qué sería?
“Va solo un poco egoísta, yo creo que le diría: 'Raúl, habla allá arriba para que no me toquen cinco o seis mil años de purgatorio y poder reunirme contigo antes’”, dice, en tono jocoso.
Pero una seriedad solemne y un tanto triste regresa a su voz cuando añade las últimas palabras que le habría dicho a su amigo: “Te amo, Raúl. Te quiero mucho”.
Despedida bajo un cielo en pena
El camino hacia el cementerio de Buxeda, en Cupey, estuvo plagado por una lluvia torrencial. Era como si el mismo cielo llorara.
El propio Rubén Berríos ofrecería las palabras finales con las que se despediría a Raúl Juliá para siempre.
“Ahora, Raúl, ya estás más allá de las puertas del misterio. Ahora solo queda la fe. Tiene que ser buena esa otra orilla, allá me esperan papá, don Raúl, Rafa y tú. Bajo esas rosas, en tus manos, tienes la bandera de la patria. La mandamos a hacer para ti. Cuando los puertorriqueños -como tú lo quisiste- mandemos en nuestra tierra, te alzarás con el poeta de Aguadilla: ‘A desplegarla sobre los mundos desde las cumbres del infinito”, leía parte de su discurso.
Mientras el féretro era puesto en tierra, las voces de los presentes entonaban: “¡Viva, Puerto Rico libre” y “¡viva, Raúl Juliá!”. Su esposa, Merel, sus hijos, Raúl y Benjamín, su madre y sus hermanas, no podían esconder su dolor, pero se resguardaban en la realidad absoluta y esperanzadora de que Raúl Juliá, el hijo, el hermano, el amigo, el esposo, el padre, el actor, había sido amado más de lo que jamás habrían podido imaginar.
Y así, como las palabras que dice Antonio ante la muerte de Bruto en el “Julio César” de Shakespeare, el legado de Raúl Juliá quedó para siempre enmarcado en una simple verdad: “Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se combinaron de tal modo, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo entero: ‘¡Este era un hombre!’”.
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En esta historia colaboró Eliezer Ríos Camacho.